domingo, 24 noviembre, 2024
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Mundos íntimos. Sufrí depresión: es una enfermedad, no un estado de ánimo. Fue devastador. Lloraba, dormía, no me levantaba.

Tengo 16 años. Están terminando los ‘90 y el nuevo milenio no promete nada. Es una época horrorosa para ser adolescente. Mi familia se está desmembrando y yo, como todos los chicos de esta generación, quiero estar el mayor tiempo posible fuera de mi casa. Mis papás son dos extraños. Los necesito pero a ellos no parece interesarles. Mis hermanos son cuatro extraños más. Los necesito pero a ellos tampoco parece interesarles. Cada uno por su lado. Y sálvese quien pueda.


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Tengo tres recuerdos importantes de esta época. Aunque ya no sé si son recuerdos o relatos que fui deformando de tanto contarlos en terapia.

En el primero, me veo repetidas veces entrando a la tarde en el cuarto de mi mamá. Ella está metida en la cama, con la luz apagada y las persianas bajas. Le pregunto si va a comer, le ofrezco preparar algo, le pido que se bañe, que se levante.


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En el segundo, lo escucho a mi papá diciendo que “mamá está un poco triste”. Yo todavía no entiendo el límite entre un eufemismo y un estado de negación, pero en mi cabeza sé que eso no se llama tristeza.

En el tercero, quizá el más esperanzador, mi mamá empieza terapia y está medicada. Ya no pasa todo el día en la cama, pero no sale de casa. Renunció a sus dos trabajos. Renunció a todo. Llora muy seguido, y lo hace gritando, para que la escuchemos. Una noche nos dice que su psiquiatra nos pide que lo veamos de una buena vez. Que lo que ella tiene es una enfermedad, y se llama depresión. Nos da un folleto que explica la depresión para que los familiares entendamos. Pero a mí no me interesa el folleto, no me interesa leerlo ni quiero escucharla. No me importa lo que le pasa.

Jovencita. Fue una época en que Josefina Arcioni necesitaba de su familia pero estaba sola.

Pasan los años. Me sigo sintiendo sola. El mundo adulto me parece todavía un lugar sórdido y abyecto, aunque ahora yo formo parte de él. Crezco. Pero crezco con una espada de Damocles sobre la cabeza. Tengo una tendencia importante a la fragilidad. Todo me abate. Hundirme, encerrarme: es la manera que me enseñaron en mi casa a lidiar con el dolor.

Hasta que un día, la espada cae. Tengo 40 años. Estamos con mis hermanos en la ciudad de Salta, en una peña, es de noche. De adultos nos llevamos bien, nos necesitamos. Viajamos para festejar uno de sus cumpleaños. Falta poco para las 00 hs, los músicos cantan, nosotros aplaudimos y tomamos vino. Voy al baño y llegan hasta ahí las notas de la guitarra, empieza una nueva canción (una zamba, no sé cuál). Me quedo dentro del cubículo. Una canción, otra, otra. Entonces se me desata una catarata en los ojos. Van a ser las 00 hs, quizá ya sean, no me importa. No puedo salir del baño. No puedo parar de llorar. No quiero que me vean así. Afuera hay un buen plan: buena compañía, buena música, vacaciones. Pero nada de eso me llega. Siento como si yo no estuviera ahí.

Viaje al norte. Allí empezó la crisis de Josefina Arcioni, casi sin anunciarse, durante una celebración.

En las semanas que siguen adopto una costumbre: cuando me voy a la cama cierro con llave la puerta de mi casa, como siempre, pero ahora saco la llave. Porque sé que puedo morirme a la noche, sola, y que cuando alguien se entere varios días después (seguramente por el olor) va a haber que tirar la puerta abajo. Reparto entre allegados algunas copias de la llave. Invento excusas para no decir que siento que voy a morirme. Que no veo la vida más allá. Estoy desconectada. De todo. De mí.

Mi amiga F. viaja a la costa y me lleva con ella para distraerme. Yo estoy al borde del colapso: no hago más que llorar. Ella me deja. Me dice “Ojalá pudiera entender qué te dispara esa angustia”. Yo lo sé perfectamente: no es nada en particular, y eso es lo peor. No es una cadena de estímulos racionales: un pensamiento que trae una emoción que trae un estado de ánimo. No es un estado de ánimo. Es una enfermedad. Y se llama depresión. Le digo a F. que tengo miedo de no volver nunca más a ser yo. Es que vos también sos esto, me dice. Claro que soy esto, pienso. Soy esto desde que tengo 16 años. Soy desde siempre ese monstruo dormido que algún día iba a venir a cobrarse la herencia.

Cuando vuelvo de la costa no puedo trabajar, porque no puedo salir de la cama. No es pereza, no es falta de voluntad. Esto no tiene nada que ver con la voluntad. Estoy poseída. No puedo moverme, no puedo más que dormir para que el tiempo pase y pase y pase, hasta que esto se vaya. Duermo hasta las cuatro, cinco, seis de la tarde. Tengo muchas pesadillas. Tomo alcohol, fumo marihuana para poder seguir durmiendo, y lo hago. Doce horas más, catorce más, nunca es suficiente. En mi casa no hay ningún plato limpio. Voy picando lo que sea que me saque el hambre, a veces un vaso de agua, a veces un pan descongelado. Me falta el papel higiénico por días, no tengo ganas de ir a comprar. Mi casa huele a podrido. Saco las bolsas de basura al balcón, no quiero salir a la calle. No me baño. Mi menstruación hace lo que quiere en términos de cuándo, cuánto, cómo. Mis intestinos también. Cada uno por su lado. Y sálvese quien pueda.

Me acuerdo de mi mamá. Me acuerdo de la manera desesperada en la que decía Esto es una enfermedad. Y claro que lo es. No es fiaca. No es que estoy sensible. No es que me estoy separando por segunda vez en dos años, y que me están cayendo ahora todas las fichas de la pandemia, y que perdí lugares y personas que sentía eternas (aunque todo eso también es cierto). No es un estado de ánimo. Es una enfermedad. Y se llama depresión.

Me peleo con mi amigo C. porque hago planes con él para obligarme a algo pero lo dejo plantado sin explicaciones. No pude salir de la cama, no pude agarrar el teléfono, no me importó qué día ni qué hora eran. Me lo recrimina y yo lloro. No sé qué decirle. Él se preocupa, entiende que me pasa algo malo pero no entiende qué. Nos pedimos perdón. Me dice que quiere venir a mi casa, le digo que no. Me insiste, le insisto que no. Está el resto de ese día mandándome mensajes. Me dice Necesito saber qué hago cuando me pedís que no vaya, si es real que estás bien sola o si voy a la fuerza. Le respondo algo estúpido como “Es que no quiero que me veas así, sin ducharme, los platos sin lavar, el piso sin barrer”. Él se ofrece a lavar mis platos, a barrer mi piso, a estar en mi casa aunque yo necesite quedarme en la cama. Él se ofrece a estar. Lloro más y más. Es lo único que hago desde hace semanas. (¿Cuánta agua me cabe en el cuerpo?) Quiero sentirme bien, le digo. Quiero que esto se me salga de adentro.

La promesa de la psiquiatra de un ansiolítico suave, para dormir mejor, dejar de tener pesadillas y así bajar un poco la angustia, nunca se hace realidad. ¿Sumamos un antidepresivo? Me niego todo lo que puedo: por prejuicio, por miedo a la química. Pero llega el punto en que lo pido desesperadamente. Primero una dosis muy baja, y “Paciencia porque tarda hasta un mes en hacer efecto”. Cuando debería estar haciendo efecto, no siento que me haya hecho ni cosquillas, entonces la subimos. Y esperamos dos semanas más. Y la volvemos a subir, y volvemos a esperar. La subimos un total de cuatro veces, y seguimos esperando.

Hasta que una noche pasa algo. Estoy en mi cama, fumada y borracha como casi todas las noches. Abro Instagram, empiezo a scrollear, me dejo llevar por mi pulgar hipnótico y el algoritmo estupidizante: posturas de yoga, recetas y sobre todo, frases de autoayuda. De golpe en medio de todo eso aparece un video viejísimo de Cha Cha Cha. Lo toco para que se reproduzca, y llega lo inesperado: el video me hace reír. Apenas un poco al principio, y después cada vez más. Exploto de risa. Lo veo una segunda vez, ahogándome de risa, gritando, escuchándome. Sí, estoy fumada. Pero siento algo extraño en las costillas, en los pulmones, en el diafragma. Un dolor como de quien mueve un músculo que no creía seguir teniendo, ese dolor que parece un calambre pero es placentero. Hace cuánto que no nos reíamos así. No es una reflexión conmigo misma, es algo que me dicen mis pulmones en ese momento: hace cuánto que no nos reíamos así.

Al día siguiente salgo de la cama a las seis de la tarde. Abro las cortinas, levanto las persianas. Temperatura perfecta, luz perfecta. Dentro de poco empieza el verano. Le prometí a H. que iríamos a tomar algo. Él me avisa que no va a llegar antes de las 20:30 hs; le digo que lo espero. Me ducho rápido, para que no se me termine de escapar la luz. Voy al garage donde hace meses que mi bicicleta está abandonada. La inflo, le saco el polvo del asiento. Al rato, estoy andando por las calles de Saavedra. Ya no hay sol pero queda un tiempo largo de luz. Es la hora mágica. Escucho un zorzal. Sé que es un zorzal por ese canto que parece preguntar “¿Tío Eddy?” Me gustan los pájaros de Buenos Aires, los reconozco. Me gusta mi bici.

Me llega el olor de un jazmín. Me detengo, miro a todos lados. No lo veo. Huelo profundo. Dónde está, es imposible que sintiéndolo tan fuerte no esté en esta vereda. Debe estar adentro de alguna casa. Qué lindo tener un jazmín. Sigo pedaleando y salen a mi paso las Santa Ritas. Violetas, fucsia: furiosas. ¿Pero qué se creyeron ustedes?, les pregunto en voz alta. Parezco una loca. Me río. Me gusta este barrio. Amo las flores, los colores. Me gusta esta época del año. Ya van a venir los tilos, los jacarandás. Llego al bar y me siento en la vereda. Pido una cerveza y miro el cielo. Despacio. No estoy impaciente. No me importa la impuntualidad de H. No siento que esté perdiendo el tiempo: estoy mirando cómo se termina de apagar la tarde, y lo estoy disfrutando. Entonces me doy cuenta. La risa de anoche y ahora esto. No agarré la bici por obligación; ni siquiera me lo cuestioné. Nadie me dijo Mirá qué lindas las flores, olé el olor, escuchá los pájaros, sentí el aire en la cara, mirá fijo al cielo a ver si podés descubrir el momento exacto en el que ya no es de un color sino de otro. Nadie me obligó. Lo hice yo sola. Y así de chiquito como parece, sé que este es el primer paso en mi camino de vuelta a mí.


Sobre la firma

Josefina Arcioni

Josefina Arcioni nació en Buenos Aires, es narradora y poeta, pero se gana la vida como diseñadora. Escribe desde poco después de aprender a escribir. Una ciudad otra (Hexágono, 2021) es su primer libro de cuentos. De entre ellos, “Sánchez” fue premiado por la Legislatura Porteña (2015), “Va a ser un verano muy duro” fue parte de Por el camino de Puan I (2018), y “Los varones” fue antologado por Evaristo Editorial (2019). Sus poemas se incluyeron en las revistas Extrañas Noches (2017), Ulrica (2021) y La Guacha (2023). El tiempo suspendido (Halley, 2024) es su primer poemario. Hoy vive en Tandil, Buenos Aires. Todo el mundo le dice “Pepa”.

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