martes, 4 noviembre, 2025
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Por qué los niños miran películas de adultos?

«Por una razón u otra, aunque fundamentalmente por estar cerca del cumpleaños número treinta de la película, hemos decidido revisitarla y escribir sobre ella con una reseña», explica el autor del texto en relación al film Fuego contra fuego

Por Ignacio Adanero

Podría afirmar con toda seguridad que la primera vez que vi Fuego contra fuego fue en la primavera de 1996 o en el otoño de 1997. Que en mi casa había una mujer llamada Norma que cuidaba de mi hermano y de mí, y que se quedaba pasmada después del almuerzo viendo cómo se desenrollaba esa película en el canal de las tres pelotas. Siempre se focalizaba en el café que se tomaban esos dos actores que yo reconocía como famosos, pero que aún no alcanzaba a dimensionar las razones. Algo me atraía, y no era el calor del mantel blanco marcado con fibrones en donde yo apoyaba mis manitos de niño de ocho años aguardando al regreso de mi madre. Supongo que ver cómo esos dos tipos se ganaban la vida en la calle batallando contra sus angustias ancestrales y cómo ese tal Robert De Niro se bajaba de un tren reciamente serio para divisar la salida en una ciudad fascinante, me hacía recordar que mis padres ya no eran aquella unión conyugal exitosa que consagraba al amor eterno, sino todo lo contrario; una suerte de dos personas extrañas haciendo sus primeros pasos en eso de la tenencia compartida, la convivencia separada, la administración de los hijos en común, etc. Probablemente todo eso, y el hecho de que dos tipos estaban reflejado el futuro desangelado o el espectro andante de mi padre ausente, me hacía obsesionar con un Hanna (Al Pacino) que desgranaba su tercer matrimonio y con un Mc Cauley (Robert De Niro) que anunciaba dejarlo todo en cuanto sintiera el ruido de la poli.

Los años transcurrieron, y de a poco los niños del barrio Luis Agote nos fuimos convirtiendo en los hombres que reconocen eso de tocar fondo y renacer en un contexto que siempre ofrece contención, pero también escasas oportunidades. Con el trascurrir de los años, comprendí que muchas cosas acaecidas entre 1995 y 1997 fueron decisivas para mi vida no sólo por constituir la edad receptiva para el arte o la política, sino sobre todo por ser concomitante a la separación de mis padres, a las primeras frustraciones con los amigos, a los primeros romances con la chica que te gusta, a las primeras grandes caídas. Esos años, sobre todo, nos hacían ver cómo se sufría el desempleo, la falta de certezas, las enfermedades o los suicidios a que nos tenía acostumbrado el último tramo del menemato: toda esa cadena era congruente con una etapa de separaciones, una etapa de parates, porque eran los años donde se despedía Soda Stereo, donde circulaban rumores de conflicto entre Los Redondos o donde se empezaba a hablar del fin de la convertibilidad. Quizá por todo eso, y por múltiples razones fugaces que en este momento olvido, la película me quedó en la memoria y no fue sino hasta diciembre de 2012 cuando la volví a ver.

Para ese entonces, Michael Mann ya era el director consagrado cuyas cinco o seis obras famosas lo habían llevado al podio de los grandes hacedores de esa industria mágica y espeluznante a la vez. No podía creer, en esta segunda ocasión, todo lo que estaba viendo con detenimiento mientras recordaba mis manos en el mantel blanco marcado por fibrones negros esperando a mi mamá: veía muchos actores y actrices buscando redimirse de una soledad que se les aparecía compleja y que para nada radicaba en su falta de expresividad o en el burdo individualismo. Advertí, en la antesala de un gran amor, que Heat o Fuego contra fuego era la película que revivía nuestra herida de la infancia en carácter de su sobriedad para retratar ese extraño espacio que habitamos en las grandes urbes y que debemos afrontar tomando decisiones en solitario. Siempre había olfateado que esos dos sujetos de traje, autos negros y pistolas al alcance, eran mucho más inteligentes que los torpes ladrones o policías que yo veía en mi barrio o en la televisión fanfarrona de principios de siglo XXI. Pacino no tenía nada que ver con la historia de un Antoine Doinel en Los 400 Golpes ni De Niro con un desclasado al estilo Joker de Phoenix. La verdad era otra, y lo divisé con claridad en la víspera de esos efectos revolucionarios que algunas mujeres están por causar en la vida de un hombre de veintiséis años (la edad que yo tenía cuando visité la película por segunda vez).

Fuego contra fuego simbolizaba así un entramado de soledad que marcaba como ningún otro thriller el sentir profundo de dos protagonistas que, a medida que se relacionaban con su entorno, iban espejando el espacio vacío uno en el otro, iban constituyendo una suerte de doppelgänger uno del otro. Porque Pacino ponía los ojos en De Niro, Mc Cauley daba lugar a la sombra de Hanna, y así ambos interiorizaban esa tormenta con la cual buscaban trascender sus destinos de incompletud, desesperanza y sensación de frustración, mordiendo el polvo mientras buscaban valores o consignas a las cuales aferrarse para encontrar la redención final. Pero sucedía que las condiciones de salvación eran escasas para un ladrón sofisticado y para un policía movedizo como lobo noctámbulo, porque en uno el descanso no llegaba nunca y en el otro el matrimonio se convertía en más y más demandas de diálogo, de tiempo, de equilibrio. Las coincidencias no podían ser mayores. Era una suerte de similitud entre lo que me mostraba el Cine y el drama neo noir donde se había desarrollado mi infancia. Era una suerte de adelanto, ya que Heat daba vueltas a una ciudad como Los Ángeles, mostrando como ninguna otra película que el progreso se complementaba muy bien con los barrios carenciados, los negocios ilegales y los pasillos desde donde extranjeros son inculpados por los atracos en una ciudad voraz. En ese clima de planos y contraplanos, las nuevas formas de soledad tenían un compañero en la música de Eliot Goldenthal, tan difícil de olvidar que incluso él mismo aparece como extraño a sí en comparación al resto de su obra.

Por una razón u otra, aunque fundamentalmente por estar cerca del cumpleaños número treinta de la película, hemos decidido revisitarla y escribir sobre ella con una reseña disponible para todos aquellos que deseen asistirla (https://www.peliplat.com/es/article/10086219/heat-espigas-lozanas-de-una-herida-siempre-abierta). Hay que decirlo de entrada y sin tapujos: los sueños de esta película nunca estuvieron al alcance de la mano. De allí una introducción que buscó revisitar la falta de contención o de oportunidad que marcaron la partida desigual de cada uno de nosotros. Porque en el extraño y contrafáctico café que toman Pacino y De Niro a mitad del film, hay demasiadas cosas para que una señora no se imante mientras un niño espera el regreso de su madre o se predispone a la antesala de un gran amor. El diálogo del café contenía una conversación donde Vincent Hanna interrogaba al ladrón Neil Mc Cauley para saber si este podía tener una vida normal; es decir, tener esposa, hijos, jugar bolos con amigos, etc. Se decían cosas raras. Se confesaban sueños que eran como pesadillas. Compartían un espacio social que de algún modo nosotros entendíamos. Era una repulsión adelantada al american lifestyle y a toda esa farsa de felicidad que proponía un cine pomposo que no paraba de esconder las angustias de los desplazados.

Era una verdad con acción, es cierto. Era una verdad donde uno podía quedar fascinado por un tiroteo como el que se ve en la Broadway de Pasadena cuando Mc Cauley se enfrente a un destino rasante a plena luz del día. Pero era una verdad al fin. Una que, si nos tomamos el tiempo de revisitar la película, también permitirá asumir cómo el olfato privilegiado de aquel sabueso Pacino sigue intacto para una cinefilia ansiosa por encontrar galanes sin olfato. Una verdad al fin, que treinta años después puede distinguir que Vincent Hanna conocía cómo los tipos solitarios esconden una gran necesidad afectiva producto de heridas pasadas. Heridas distintas a las que tienen los normales. Porque son aquellas que obligan a desconfiar, son marcas incómodas a plena luz del día, de esas donde algunos niños se quedan obsesionados tratando de entender por qué Robert De Niro empastaba sus propios planes cuando podía escapar, o preguntándose cuáles son las dolencias de Vincent Hanna para que este sea capaz de olfatear la intimidad oscura de su adversario. Finezas, de una película que algunos niños contrariados queríamos entender y llevó tiempo. Probablemente, porque ahora entendimos que había una especie de viento acompañando a las espigas frondosas de nuestras adolescencias, esas que siempre serán la antesala de la herida seca con que afrontamos la adultez. ¿Who is de mistery man?, era la pregunta con que Pacino nos lanzaba un anzuelo desde el balcón, para empezar a perseguir algo y no tan sólo a alguien. Nosotros sabemos, treinta años después, que en Heat había algo más que unos cuantos tiros.

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