miércoles, 25 junio, 2025
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Opinión: garantías, especialización y discusión abierta en el nuevo Código Procesal Penal Juvenil

Por Hernán Kovacevich – abogado penalista

La entrada en vigencia del nuevo Código Procesal Penal Juvenil en la provincia de Santa Fe representa, sin dudas, un hito jurídico. No solo porque sustituye un sistema vetusto y oscurantista basado en la tutela judicial absoluta, sino porque también plantea una pregunta incómoda, que atraviesa a toda la sociedad: ¿cómo tratamos a nuestros adolescentes cuando se equivocan? ¿Los protegemos o los castigamos?

Santa Fe decidió avanzar hacia un proceso penal juvenil más garantista en su forma, pero más punitivo en su fondo. Y en esa tensión se jugará el verdadero sentido de esta reforma.

Durante décadas, el proceso penal juvenil en Argentina se rigió por una lógica tutelar, casi paternalista, donde los jueces de menores concentraban poder absoluto. En la práctica, esto significaba que podían ordenar la privación de libertad de un adolescente sin proceso penal, sin defensa técnica, sin plazos claros y sin control de legalidad.

El nuevo código –de raíz acusatoria, oral y contradictoria– rompe con ese modelo. Establece que las investigaciones estarán a cargo de fiscales especializados en niñez y adolescencia, que habrá defensores públicos formados para el fuero juvenil, y que las decisiones las tomarán jueces independientes tras audiencias públicas y regladas.

Ese cambio es saludable. Responde a los estándares internacionales que la Argentina ratificó desde hace más de 30 años con la Convención sobre los Derechos del Niño. También se alinea con lo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dicho con claridad: los adolescentes tienen derecho al debido proceso, no a ser “protegidos” con encierros informales.

Hernán Kovacevich, abogado penalista.

Ahora bien, si miramos con más atención, el nuevo código también habilita una serie de herramientas que generan inquietud. La más significativa es la posibilidad de aplicar prisión preventiva por hasta tres años a un adolescente, aun sin condena firme.

En abstracto, la medida parece una herramienta para los casos más graves: homicidios, delitos organizados, situaciones donde el riesgo procesal sea real. Pero la historia de la Justicia penal argentina nos ha enseñado algo: cuando se habilita el encierro preventivo, su uso se vuelve sistemático. Y el fuero juvenil no es la excepción.

Ya existen advertencias de funcionarios judiciales, defensores y organismos de derechos humanos que señalan un posible “endurecimiento” innecesario de la respuesta penal. Se corre el riesgo de caer en una justicia juvenil copiada del modelo adulto, donde se prioriza la neutralización del adolescente por sobre su proceso de reinserción.

Porque, aunque se trate de un delito grave, no es lo mismo un joven de 17 años que un adulto de 35. La ley penal reconoce esa diferencia, la neurociencia la respalda, y el derecho internacional la exige.

No se puede analizar una reforma procesal sin mirar su contexto. Y en Santa Fe, como en muchas provincias argentinas, el sistema de atención a jóvenes en conflicto con la ley está colapsado.

Los centros de detención para adolescentes no tienen programas eficaces de reinserción, muchas veces carecen de condiciones sanitarias adecuadas, y son escenarios de violencia estructural. La Defensoría Pública ha denunciado reiteradamente condiciones inadecuadas en estos lugares, y el Comité Nacional para la Prevención de la Tortura lo ha confirmado en sus relevamientos.

La pregunta, entonces, es concreta: ¿de qué sirve tener un código moderno, con fiscales y audiencias orales, si el Estado sigue sin ofrecer respuestas sociales reales para quienes están privados de su libertad? ¿No estaríamos simplemente maquillando el mismo problema con un ropaje más jurídico?

El derecho penal juvenil no puede ser un calco del derecho penal adulto. Su finalidad no es castigar, sino intervenir pedagógicamente, con un enfoque restaurativo y de inclusión. No se trata de negar el conflicto, ni de eximir de responsabilidad a quienes cometen delitos. Se trata de comprender que, cuando un adolescente entra en conflicto con la ley, hay un entramado social que falló antes.

Un código procesal moderno tiene que ser parte de un sistema más amplio: con políticas sociales, dispositivos educativos, acompañamiento familiar, atención psicológica y alternativas comunitarias. Si no, el proceso se vuelve una vía rápida hacia la cárcel.

Cuando comparamos la reforma santafesina con la situación de otras provincias, el panorama es desigual. Córdoba aún convive con un modelo mixto, donde los jueces de menores conservan un poder residual, aunque con avances parciales en la especialización. Mendoza arrastra un régimen tutelar reformado, sin fiscalías especializadas ni estructura moderna. Salta y Chubut, por su parte, han desarrollado modelos más sociales, con intervención comunitaria antes que judicial.

Santa Fe apuesta fuerte: estructura acusatoria, especialización, oralidad. Pero también corre el riesgo de convertirse en un modelo más eficiente para encerrar. Si eso ocurre, no será una reforma, sino una sofisticación del problema.

El nuevo Código Procesal Penal Juvenil de Santa Fe abre una oportunidad. Pero también un dilema. Puede convertirse en una herramienta para democratizar la justicia, asegurar derechos y construir un sistema más humano. O puede transformarse en una vía legal para reforzar el castigo hacia los sectores más vulnerables: los adolescentes pobres, muchas veces víctimas antes que victimarios.

No se trata de ser garantistas por dogma. Se trata de entender que el poder punitivo no repara, no enseña, no reinserta. El camino es otro: uno que combine legalidad con humanidad, eficiencia con sensibilidad, justicia con oportunidad.

La reforma está en marcha. El desafío es que no quede en manos del automatismo punitivo. Porque si de verdad creemos en una Justicia juvenil, no podemos responder a cada error adolescente con más encierro. Hay que responder con más Estado, más comunidad, más escucha y más futuro.

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