lunes, 16 junio, 2025
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A 70 años del bombardeo a Plaza de Mayo: El día que el cielo cayó

Por Camilo Scaglia, Historiador / Especial para El Ciudadano

El 16 de junio de 1955, el cielo de Buenos Aires se oscureció no por nubes, sino por la sombra de aviones que portaban muerte. La Plaza de Mayo, corazón palpitante de la nación, se convirtió en un campo de batalla sin previo aviso. Lo que debía ser un día más en la vida de la ciudad se transformó en una pesadilla que marcaría para siempre la historia argentina. A las 12:40, los primeros estruendos rompieron la rutina. Aviones de la Armada y la Fuerza Aérea, en un acto sin precedentes, bombardearon la Casa Rosada y sus alrededores, dejando un saldo de más de 300 muertos y más de 800 heridos. La mayoría eran civiles, personas comunes atrapadas en un fuego cruzado que no buscaban ni comprendían.

Esa mañana del 16 de junio amaneció con esa mezcla de gris y humedad que Buenos Aires sabía imponer en sus otrora crudos inviernos. Las portadas de los diarios hablaban de tensiones políticas, pero nada distinto a lo que se venía respirando en los últimos meses: rumores, pasquines, sermones envenenados desde los púlpitos de las iglesias, y un aire denso, cargado de un odio que no se confesaba del todo. A pesar de eso, la ciudad seguía latiendo: colectivos desbordados, los cafés del centro a pleno y obreros entrando a las fábricas.

Era jueves, y como cada jueves, los trenes vomitaban multitudes en Constitución, los estudiantes caminaban hacia las facultades, los niños se tomaban de la mano de sus madres. La Plaza de Mayo, como siempre, reunía su propio teatro de lo cotidiano: el vendedor de diarios, el policía somnoliento en la esquina, el empleado que apuraba el paso para no llegar tarde.

En el interior de la Casa Rosada, Juan Domingo Perón comenzaba su jornada. A esas horas, ni siquiera él, que venía recibiendo informes cada vez más sombríos, podía anticipar que en pocas horas el cielo sobre esa misma plaza sería rasgado por las hélices de los aviones navales. Que las palomas levantarían vuelo por última vez antes de que la metralla las dispersara para siempre.

Una ciudad entera estaba a minutos de despertar en mitad de un infierno. Pero todavía no lo sabía. Todavía había café en las tazas, y charlas triviales. Todavía alguien leía un telegrama con acuse de recibo. Todavía se podía creer que el poder, por disputado que fuera, respetaba ciertos límites.

Y sin embargo, en ese mismo instante, a cientos de kilómetros de altura, las bombas ya estaban cargadas. Y en la cabina de los aviones, hombres que habían jurado lealtad a la patria afilaban su traición con cada metro que los acercaba al centro del poder político argentino.

A las 12:40, como si una línea invisible se hubiera quebrado en el cielo, el primer rugido descendió sobre la ciudad. No hubo advertencia, no hubo ultimátum. Solo el zumbido creciente de los motores, seguido del estruendo sordo de la primera bomba. Luego, otra. Y otra. Y otra más…

Los aviones de la Marina, pintados con una cruz azul en el fuselaje —una grotesca señal de identificación en medio del horror— surcaban la ciudad como si Buenos Aires fuera territorio enemigo. El objetivo: asesinar a Perón. El método: arrasar el corazón político del país, cueste lo que cueste.

Una de las bombas cayó sobre un colectivo de la línea 105 repleto de pasajeros. Otra impactó contra un tranvía detenido frente a la Catedral. Los cuerpos volaron por los aires como muñecos rotos. El humo negro empezó a cubrir los mármoles blancos de la Casa Rosada. En la calle, el pavimento se abría en cráteres mientras la gente corría, sin saber hacia dónde, solo movida por el instinto de no morir.

Dentro de la Plaza de Mayo, el caos era absoluto. Mujeres descalzas tropezaban con escombros. Padres que arrastraban a sus hijos. Empleados que se refugiaban en los portales. Muchos, al ver los aviones con insignias argentinas, pensaron que era una exhibición aérea, un acto oficial. Solo cuando vieron los cuerpos calcinados comprendieron que no había espectáculo, solo masacre.

Desde la Casa de Gobierno, los soldados leales respondían con las armas que tenían a mano. Pero ¿cómo se combate desde tierra contra una lluvia de fuego que cae desde el cielo? Algunos abrieron fuego con ametralladoras antiaéreas, apostadas en techos improvisados. Otros se aferraron a una radio en la que nadie sabía qué decir. Perón, refugiado en el Ministerio de Guerra, ordenó no responder con bombardeos a los cuarteles sublevados: la guerra civil debía evitarse.

En la Catedral Metropolitana, el silencio fue cómplice. El arzobispo Copello no alzó la voz. Algunos sacerdotes, incluso, celebraban en voz baja la insurrección. Afuera, los cadáveres se apilaban sin nombre, sin número. La Cruz Roja recogía los restos con mantas raídas y ojos enrojecidos. La sangre, mezclada con polvo y lluvia, formaba un barro espeso que empapaba las baldosas centenarias de la plaza.

Al atardecer, el infierno seguía. No eran solo bombas: eran ametrallamientos en picada, eran ráfagas sobre civiles, eran ráfagas contra quienes huían. Los golpistas descargaban no solo explosivos, sino también la lógica perversa de una doctrina que los convencía de que matar argentinos era un acto de redención nacional.

A las 17, los golpistas volaron en retirada hacia Uruguay. Dejaron atrás más de trescientos muertos y casi un millar de heridos. Y un país que, aunque aún no lo sabía, acababa de cruzar el umbral definitivo hacia una era de violencia política sin retorno.

No fue solo una cifra. No fueron «más de 300 muertos» y «casi 800 heridos», como repitieron los diarios con una frialdad que ya parecía costumbre. Fueron cuerpos concretos, vidas interrumpidas, historias sin cierre.

El edificio de la CGT se convirtió en refugio y morgue improvisada. Muchos corrieron hacia allí buscando asistencia o una radio encendida. Otros, simplemente, porque no sabían a dónde más ir. En los pasillos se apilaban heridos, madres gritando nombres, médicos sin instrumental y camilleros empujando cuerpos cubiertos con sábanas manchadas de sangre.

Hubo familias enteras que no regresaron. Obreros que bajaron del colectivo a pasos de la Plaza sin saber que su último paso los dejaba al borde de la muerte. Estudiantes, empleadas, jubilados, transeúntes de la nada. Ninguno era militar. Ninguno conspiraba. Ninguno amenazaba más que con el hecho de estar vivos en el lugar equivocado, en el momento exacto en que una parte de las Fuerzas Armadas decidió borrar el límite entre la política y la masacre.

Aquel día, la violencia dejó de ser una hipótesis para convertirse en una certeza. El bombardeo inauguró una nueva forma de hacer política: por la fuerza, con desprecio absoluto por la vida civil.

Las fotos mostraron cuerpos mutilados, bicicletas retorcidas, rostros cubiertos con diarios. Pero lo que no mostró es lo que quedó detrás: las sillas vacías en las cenas familiares, los silencios perpetuos en las sobremesas, la desconfianza que se instaló para siempre entre ciudadanos que, desde ese día, supieron que cualquiera podía volverse enemigo.

Cuando el humo aún no se disipaba del todo, cuando los bomberos recogían con cuidado los cuerpos de los tranvías calcinados y los familiares comenzaban a arremolinarse en las puertas de los hospitales, el gobierno salió a hablar. No con una cadena nacional, ni con un mensaje institucional grabado: habló a través del gesto, de los soldados apostados en los techos, de las sirenas que no dejaban de sonar, del rostro sombrío de Perón encerrado en el Ministerio de Guerra.

El General no se mostró en público ese día. Algunos lo interpretaron como prudencia, otros como debilidad. Lo cierto es que su silencio contrastó con el estruendo de la ciudad. Esa misma noche, Perón rechazó tajantemente iniciar una guerra civil: no ordenó bombardear los cuarteles sublevados ni respondió con una ofensiva militar. Sabía que lo que había ocurrido era solo el primer acto. Lo que vendría después sería, inevitablemente, peor.

La CGT, sin embargo, no esperó órdenes. Al caer la tarde, su sede se convirtió en un hervidero. Se escuchaban radios a todo volumen, llamadas desesperadas y gritos que exigían venganza. Allí se tomó una decisión que marcaría la noche del 16: una columna de trabajadores salió hacia la Curia Metropolitana. Sabían —o creían saber— que parte del sector eclesiástico había avalado el ataque. Y si las bombas habían caído sobre ellos, la respuesta no sería mansa.

La Catedral ardió. También varias iglesias del centro y del sur de la ciudad. No hubo misa esa noche, ni perdón posible. El fuego que consumía los altares no era otra cosa que el reflejo del fuego que había caído desde el cielo horas antes. La ira no buscaba justicia: quería algo más inmediato, más visceral, algo que pudiera olerse, romperse, doler.

Los diarios oficialistas hablaron de “traición”, de “una conspiración montada por la oligarquía con apoyo extranjero”. Los opositores, insinuaban que los muertos eran “consecuencia de una dictadura que había ido demasiado lejos”. En medio de esa disputa, los cadáveres aún estaban siendo identificados.

Los golpistas se refugiaron en Uruguay. Algunos lo hicieron disfrazados, otros en aviones con insignia de la Marina. Fueron recibidos con cierta cordialidad. La Justicia argentina pidió su extradición, pero nunca llegaron a ser juzgados por la masacre. Vivieron años en el exilio, muchos de ellos amparados por gobiernos que compartían su odio a Perón.

La sociedad, por su parte, entró en un estado de shock. Se suspendieron las clases, los comercios cerraron temprano durante semanas y los murmuradores habituales del café comenzaron a bajar la voz. Porque si las bombas podían caer sobre la Plaza de Mayo, entonces ya no había lugar seguro. Ya no se trataba de peronistas o antiperonistas: se trataba de todos. Todos como blanco posible.

Y sin embargo, el sistema no se quebró del todo. Al menos, no aún. La estructura se mantuvo en pie, tambaleante, manchada, pero en pie. Como una casa agrietada por un terremoto. Y Perón, desde lo alto de esa casa, supo que lo más difícil no era resistir. Era lo que venía después.

El 16 de junio fue una línea quebrada en la historia argentina. Una herida que no cerró nunca del todo. Aun cuando los diarios intentaron seguir adelante, aun cuando las radios volvieron a sonar con tangos y publicidades de cigarrillos rubios, algo profundo se había roto. Porque no se trató solo de la muerte de cientos de inocentes. Se trató de la aparición brutal de un nuevo método: el terrorismo desde el Estado y contra el Estado, legitimado por quienes juraban defender la patria.

En los meses que siguieron, la tensión creció como una fiebre. El peronismo, herido pero no vencido, se replegó sobre sí mismo. La CGT se tornó más dura. Las bases, más desconfiadas. Las Fuerzas Armadas, divididas entre los leales, los díscolos y los silenciosos que esperaban la hora justa.

En septiembre, esa hora llegó. El 16 fue apenas el preludio. El golpe definitivo se consumó el día 16 de ese mes —tres meses exactos después—, como si el calendario se burlara de la memoria. Esta vez, no hubo bombas sobre la Plaza, pero sí cañones en las calles de Córdoba, barcos sublevados en Río Santiago, combates en el aire sobre el Río de la Plata. Perón renunció y partió al exilio. Atrás quedó un país partido en dos, en todos los sentidos posibles.

La autodenominada «Revolución Libertadora» prometió limpiar la República. Lo que hizo, en cambio, fue institucionalizar la proscripción, el odio, la censura y la revancha. Se quemaron libros, se prohibieron palabras, se borraron nombres. El peronismo pasó a ser un delito: no se podía decir, escribir, cantar ni recordar.

Pero el fuego del 16 de junio no se apagó con la caída de Perón. Quedó latente. Alimentó, en silencio, la lógica de la violencia como herramienta política. Fue el ensayo general de los fusilamientos de José León Suárez, de los comandos civiles armados, de la Triple A, de los grupos insurgentes y, finalmente, del terrorismo de Estado de los años setenta.

Cada bomba que cayó sobre la Plaza de Mayo abrió un surco. No solo en el suelo, no solo en los cuerpos: también en la conciencia colectiva. En adelante, ningún argentino podría mirar esa plaza sin pensar en los cuerpos que alguna vez ardieron allí. Ningún avión militar podría sobrevolar el centro sin un eco, una sospecha, un temblor en el aire.

Esa mañana de junio, bajo un cielo gris y pesado, la Argentina perdió algo que no volvió a encontrar. Un umbral invisible que separaba el conflicto del exterminio, la política del odio absoluto. Desde entonces, el país caminó durante décadas al borde de ese abismo. Y aunque algunos se esforzaron por olvidar, la memoria —terca, insistente, dolorosa— volvió siempre al mismo lugar: a esa plaza, a esa hora, a ese silencio que siguió al estruendo.

Hay fechas que laten bajo la superficie. Que no están en los manuales escolares, ni en los discursos oficiales, pero que persisten como un murmullo subterráneo en la historia de un país. El 16 de junio de 1955 es una de ellas.

Cada tanto, alguien deja una flor en la baldosa que recuerda a las víctimas en la Plaza de Mayo. Cada tanto, algún documental recoge los nombres, las fotos, los fragmentos. Pero en la conciencia pública, el bombardeo se ha vuelto una sombra difusa, un capítulo relegado de la memoria colectiva.

No hay monumentos centrales, no hay feriado nacional, no hay transmisión obligada. Como si el país prefiriera no mirar demasiado de frente aquel día en que el Estado se bombardeó a sí mismo. Como si el recuerdo incomodara, porque revela que la violencia política no nació en los márgenes, sino en el corazón mismo de las instituciones.

Y sin embargo, sigue allí. En los archivos, en los poquísimos sobrevivientes que aún respiran, en los hijos y nietos que heredaron preguntas sin respuesta. Porque hay historias que, por más que se las tape, vuelven. No para vengarse, sino para ser contadas.

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